jueves, 7 de julio de 2016

Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos

Ahora piensas que cambiaras el mundo y será el mundo el que te cambiara.
Ahora eres alegre y joven pero en lo profundo, ya llevas la semilla de tu soledad.
 “TE TRATARÉ COMO A UNA REINA”
Rosa Montero

El tiempo nos cambia. Dicen que “genio y figura hasta la sepultura”, un refrán tan verdadero o tan falso según lo queramos interpretar. Me parece una frase concebida para justificar la inmutabilidad del carácter por falta de impregnación de la experiencia en la conducta. Genio y figura hasta la sepultura solo ocurre en aquellos ignorantes que no han interiorizado nada del aprendizaje que supone vivir. Al resto de los mortales el tiempo sí nos cambia; nos va puliendo según las circunstancias vividas.
En la adolescencia, la influencia hormonal realza el ego; se pierde la perspectiva de lo posible, dando paso a lo improbable e incluso a lo imposible, porque en la adolescencia casi todo es posible. Muchas veces se obvian las consecuencias de los actos, y por tanto la existencia de la muerte se supone… sin darle mucha importancia, claro. Es la edad del todo o nada, del blanco o  negro, donde los grises apenas se distinguen. Es la explosión de las sensaciones, el pensar que podemos comernos el mundo y hasta cambiarlo. El sufrimiento se limita al amor, a los límites de horarios y a los exámenes, por lo menos en los países civilizados.
La inocencia, la justicia, el premio al esfuerzo,  la lealtad, la honestidad, son virtudes  heredadas creíbles en las primeras décadas de nuestra biografía; conforme avanzamos en años van mermando su importancia, a la par que vamos aceptando la realidad aunque no la entendamos.  Relegamos al cajón de lo utópico, valores aprendidos por nuestros educadores, dando paso a una actitud más conformista.
Y sin darnos cuenta dejamos esta fase para pasar a la llamada “madurez” o lo que otros llaman “la crisis de los cuarenta”. En esta parte de nuestra vida ya hemos aprendido a mentir, a fingir, a ser diplomáticos, políticamente correctos y los que no han aprendido, peor para ellos. Hemos vivido deslealtades, infidelidades, conocido a personas buenas y no tan buenas,  asumido la infravaloración de la sinceridad, porque como dice mi hermano Antonio: “La sinceridad  puede entenderse como una falta de respeto”. Ser sincero, eso que nos repetían hasta la saciedad cuando éramos pequeños, se nos hace cuesta arriba. Además, puede ser un obstáculo para la supervivencia tanto en el trabajo como en la sociedad. Escogemos muy bien a quién y cuándo decimos lo que pensamos. La edad media de la vida es probablemente la peor edad si nos dejamos dominar por los temores. En este periodo es cuando más miedo tenemos a perder los “tesoros" que hemos conseguido: un trabajo, dinero, una relación estable, unos hijos, una casa... y  porque es cuando empezamos a ver la muerte más de cerca. Aún nos sentimos jóvenes pero la presencia de la “pálida dama” merodeando a nuestro alrededor consigue  asustarnos terriblemente. Eso no significa que podamos perder el miedo a salir del área de confort, divorciarnos, cambiar de trabajo, de ciudad o iniciar nuevos proyectos. Significa que analizamos más las consecuencias de nuestros actos, evitando riesgos innecesarios que en años pasados no hubiésemos ni siquiera imaginado. Aplanamos nuestras  emociones en pos de un menor sufrimiento. Se pisa sobre seguro para evitar caídas y aunque no podamos controlar nuestro entorno, hemos aprendido a esquivar los golpes que el destino nos da, a veces sin merecerlo.

Cuando la jubilación llega, las preocupaciones más inmediatas son la ausencia de compañía, la enfermedad y las vicisitudes de nuestra familia. La baja retribución de la pensión podría ser otro motivo de preocupación y como sigamos así, auguro un grave problema. 
Dejando a un lado factores políticos, seguiré centrada en lo filosófico. En esta recta final podemos volver a sincerarnos con el resto de los humanos.  La competitividad en el trabajo ha desaparecido. En cuanto a la sociedad,  importa cada vez menos como ente propio. Como consecuencia de esto, las prioridades han vuelto a cambiar. Salud, familia, amigos y conciencia se convierten en lo preferente, eje fundamental de nuestra autoestima. Ya no queremos ganar dinero, ser admirados y respetados en el  mundo laboral o en  nuestro entorno social; en esa etapa de la existencia lo que se busca es ser querido por las personas que nos importan, vivir el momento, valorar las pequeñas cosas diarias, disfrutar de una buena compañía, asumiendo la inexistencia del futuro, y es cuando al encontrarnos con un amigo de la adolescencia al que hace años nos veíamos, se nos vienen encima los recuerdos. Al hablar del pasado, rememoramos aquella frase del poeta: “Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos”. La vida se ha encargado de cambiarnos. Muchos podremos seguir manteniendo la esencia de lo que fuimos, también la utopía, pero las cicatrices de las heridas sufridas a lo largo del tiempo nos recuerdan lo imprescindible, lo importante, lo prescindible y lo efímero. Ese es el verdadero cambio: saber distinguir lo fundamental de lo banal sin morir en el intento.