jueves, 18 de mayo de 2017

Los goles de nuestra vida

-¡ Así no, Héctor! ¡Regatea, coño!- la voz alterada de un padre se elevaba por encima de la del entrenador, que a duras penas podía dar instrucciones a los niños sin ser interrumpido por el público asistente.
- ¡Eso es falta!- una madre gritaba al aire, señalando al joven árbitro-.¡Pero saca tarjeta de una vez!
El árbitro, ajeno a los comentarios de la gente de la grada, se acercó a los dos niños implicados en un forcejeo entre delantero y defensa, les instó a que se diesen la mano en señal de reconciliación y les recordó el valor del juego limpio. Uno de los dos entrenadores aplaudió en señal de aprobación.
- ¡Eso es tarjeta!- levantaba la mano derecha otro padre indignado.
- ¡Pero si se ha dejado caer!- respondió la voz de un hombre que estaba muy cerca de la valla.
- A ver- dijo un tercero que parecía más calmado-, solo son niños de ocho años. Es una liga entre colegios, sin más. Estamos perdiendo el norte, ¿o qué?
Nadie pareció escucharlo. La mayoría de las veinte o treinta personas que se encontraban en las gradas estaban pendientes de la resolución del partido. 3 a 2 a favor del equipo del Colegio "Bosque Verde"; eso es lo que importaba: seguir con la ventaja. Los padres del otro colegio estaban nerviosos.
- Faltan diez minutos- animó un padre a otro, al notarlo dubitativo-. Aún podemos remontar.
- ¡Héctor, así no! - se echaba las manos a la cabeza el progenitor del niño que había fallado una ocasión clara de gol.
Y el niño se golpeó la cabeza con el puño de su mano derecha, como castigo por no haber metido el balón entre los palos de la portería.
- ¿Quién ha ganado?- me preguntó impaciente un padre rezagado mientras cruzaba la entrada del campo, al verme salir del campo de fútbol.
- Freud- respondí a media voz.
Me aleje sin esperar su réplica. No habrá entendido el mensaje-pensé-. A lo mejor si le hubiese dicho que lo importante es participar, que un exceso de autoexigencia convertirá a los niños en adultos inseguros, que saber perder no es sinónimo de rendirse, que los niños no han de pagar las frustraciones de los adultos,  que a lo largo de nuestra vida nos meterán goles por la escuadra y otras veces fallaremos penaltis sin portero sin que eso signifique fracasar... a lo mejor me hubiese entendido, pero, ¿quién era yo para dar consejos no pedidos? ¿Quién me creía yo para juzgar los valores o falta de valores que algunos progenitores van a enseñar a sus hijos?
Cuando llegué a mi casa, me senté en el sofá, cogí el móvil y llamé a mi amiga Verónica. Le conté los detalles de mi visita al campo de fútbol, y ella, como buena psicóloga intentó dar un giro a la realidad, allanando el camino hacia el cambio positivo, tras lo cual emitió un sonido parecido a una risa.
- Tu ríete- le dije con ironía-. La pena es que cuando estos niños tengan veinte años tú ya estarás a punto de la jubilación. Algunos de ellos podrían haberte hecho millonaria. Aunque- seguí bromeando- si aprendo a hacer psicoanálisis, lo mismo la millonaria soy yo.
Vero soltó una carcajada
- Pero si tenemos la misma edad- me reprendió con humor.
- ¡Pues nada, agorera! Adiós a los millones.
- ¿Por qué no cambiamos lo del psicoanálisis por hacernos hackers?- me propuso con la mima ironía que yo le había dicho "ríete".
- ¿Porque no tengo ni idea de informática?
- Ni yo tampoco, pero no importa: aprenderemos.
Colgué el teléfono aún con la sonrisa en la boca y fui hacia la ducha silbando una canción alegre.