jueves, 27 de agosto de 2020

ACÉPTAME. ADMÍRAME. APLÁUDEME.

Conozco personas brillantes, desde el punto de vista académico, que han adoptado una conducta autodestructiva, porque no se sentían lo suficientemente valorados ni admirados en su trabajo o en su vida diaria. Algunos de ellos, cuando esto pasa, optan por las adicciones, otros por el rechazo social y otros por la crítica hacia los demás.

En el fondo -me dijo un psicólogo amigo-, estas actitudes son un mecanismo de defensa ante la indefensión de tener una autoestima insaciable, que se nutre de los elogios ajenos. Así de triste.

A todos nos gusta despertar admiración entre los demás -le dije-;pues claro -asintió-, pero esa necesidad de notoriedad, de demostrar a los otros lo que sabemos, de creernos imprescindibles, puede arrojarnos hacia el abismo de la depresión si no conseguimos nuestro objetivo.

¿Cómo cambiar esto, entonces?

Una vez leí que un hombre -también vale para una mujer- con una buena autoestima no se engrandece cuando alguien lo adula, ni se deprime si alguien lo infravalora. Solo mira hacia su interior y aprende.

Facultar a los demás a que puedan manejar nuestra autoestima a su antojo, es muy peligroso para nuestra salud mental. Nuestro ego debe ser manejado por nosotros, con ayuda de nuestros familiares y amigos. ¡Y nadie más! No debemos permitir ninguna injerencia externa, ni para bien, ni para mal.

Usemos nuestra conciencia para evaluarnos, para admirarnos, para aprobarnos, suspendernos o perdonarnos. Para ello -me aconsejó mi amigo-, debemos alejarnos un poco del espejo del "yo", sin perderlo de vista. Entonces, veremos que entre el desapego completo del psicópata y el apego asfixiante del dependiente hay un camino intermedio: el de valorar las críticas y los elogios en su justa medida.

Esto ya lo sabía san Agustín cuando dijo: "Conócete. Acéptate. Supérate".

Lo sabía él y nos lo transmitió. Pues vamos a hacerle caso. A lo mejor el resultado nos sorprende...