jueves, 21 de abril de 2016

Yo, Gretel

Los carnavales nos dan la posibilidad de ser quienes no somos. Por unas horas podemos convertirnos en una malvada bruja o en una inocente hada; podemos ser desde don Quijote hasta Napoleón. Pero claro, eso ocurre una vez al año, el resto del tiempo seguimos siendo nosotros, que ya es bastante. Los carnavales son para la gente joven- afirmó un hombre entrado en años cuando le pregunté si se iba a disfrazar- Yo ya soy muy viejo para eso.
Estaba claro que aunque probablemente fuese viejo,  lo más importante es que se sentía viejo y aún gustándole disfrazarse, se negaba a hacerlo por algo tan irremediable como el paso del tiempo.

Hace unos años, se ha puesto de moda llamarnos por nuestro nombre en algunos franquicias de restaurantes y cafeterías. En concreto, en este momento la política de “Los 100 montaditos” y “ Starbucks” es solicitar muy amablemente  el nombre del cliente y darle su bebida o comida al son del nombre facilitado por el consumidor, adornándolo posteriormente con un “por favor” Esta puede ser una forma más de ser quienes no somos; de tener otra identidad, si damos un nombre falso. Evidentemente, al personal de estos establecimientos les importa tres pitos que nos llamemos de una manera o de otra, pero algunas veces es posible captar su atención.
Recuerdo un día en que el camarero, con la bandeja en la mano llena de montaditos, llamó por el micrófono: “ Yomismo, por favor”. Una pandilla de adolescentes comenzó a reír a carcajadas mientras uno de ellos se levantaba a por el pedido. El resto de los “parroquianos” sonreímos de una forma comprensiva. Los jóvenes son así- dijo una señora a su marido- ¡Bendita juventud!
Entonces, mi mente se rebeló como lo haría uno de esos chicos nombrados por aquella señora sentada a mi derecha, y comencé a cavilar formas de mantener un trocito de juventud dentro de mí a pesar de las arrugas, las canas y las desilusiones. Se trataba de “cometer” pequeños actos de inmadurez salpicados en mi conducta adulta para endulzar la realidad de lo cotidiano. Un viaje sorpresa, comprar una tarta donde ponga “feliz día”  simplemente porque es un feliz día sin cumpleaños asociado, tararear una canción por la calle o mover la cabeza al son de la música de una tienda de ropa, y por supuesto, buscar un nombre ficticio para “Starbucks” y “los 100 montaditos”. Un nombre diferente- pensé- Uno de esos en el que el interlocutor agudice su oído para escucharlo de nuevo por raro, pero creíble, claro. Y sin buscarlo mucho, lo encontré.
-         Un frappuccino de vainilla, por favor.
-         Su nombre- me preguntó una chica con coletas.
-         Gretel- dije con seguridad mirándola a los ojos.
-         ¿Cómo?- me preguntó con el rotulador en la mano, sin atreverse a poner en nombre en el vaso de plástico.
-         Gretel- repetí con la misma seguridad de antes
Unos minutos después, otro camarero me llamaba:
-         Frappuccino de vainilla para Gretel.

Me acerqué a por mi bebida. El chico me la dio muy amable y yo le di las gracias. Me senté en un taburete alto cerca de la ventana. Sorbí el frappuchino y tras eso, una sonrisa pícara adolescente se dibujó en mi cara de mujer madura.

jueves, 7 de abril de 2016

¿Y si la justicia existiera?

Muchas veces me he preguntado, y nunca  he sabido responderme, si el concepto de JUSTICIA es un invento del hombre para disminuir la ansiedad que puede producirle su inexistencia. Hablan de la justicia del tiempo, del karma, de que “a cada cerdo le llega su San Martín”, pero la verdad es que yo he visto a verdaderos hijos de puta vivir estupendamente, haciendo la vida imposible a los de su alrededor, y sin que ninguna justicia los ajusticie, valga la redundancia. Los que creen en alguna religión tendrán un alivio para esto con el infierno o las malas reencarnaciones, pero si somos pragmáticos y creemos solo en lo que vemos, o sea, en esta vida, entonces, nuestra desesperación por la impotencia acumulada puede ser monumental.
Desde que nacemos hay una clara desventaja de unas personas frente a otras; por la familia donde nacen, el lugar, la ausencia de enfermedad, y mil cosas que hacen de cada uno de nosotros seres únicos con características exclusivas. Luego, la vida se encarga de agudizar aún más estas desigualdades. Todos conocemos niños que han enfermado, o que han muerto; niños explotados en campos de trabajo sin posibilidad de recibir una educación escolar, o niños a los que se les deniega las vacunas simplemente porque su país de origen se llama “tercer mundo”. Ya nos hemos encargado de etiquetar a determinados países encuadrando la situación real en nuestras cabezas, no extrañándonos lo que debería sorprendernos de una forma “vomitiva”. Y luego están las injusticias dentro de nuestro propio país, de nuestro propio pueblo y hasta en nuestro trabajo.
Personas contratadas en una empresa sin más currículum que el “por ser hijos de”,  “sobrinos de” o pertenecer a un determinado partido político. Alcaldes y diputados corruptos a los que los jueces imponen penas ridículas con grandes beneficios penitenciarios, y a veces se quedan exentos de condena porque los casos han prescrito.
Definitivamente, esta vida es injusta. No todos los buenos  tendrán recompensa ni todos los malos, castigo;  nos gustaría lo contrario: recompensa para los buenos y castigo para los malvados. Algunos se conforman con imaginarlo, otros con verlo en el cine entre palomitas y coca-cola y otros se conforman con aceptar su inexistencia. A la mayoría nos enfada no poder extrapolarlo a la realidad.  Yo, personalmente, prefiero creer en aquello de “el que siembra tormentas, recoge tempestades”. Necesito creerlo, aunque no sea cierto, porque si no, mi integridad mental podría verse seriamente afectada ante la impotencia de la impunidad de la maldad humana.
No sé si existe la JUSTICIA, así, en mayúsculas, pero de lo que estoy segura es de mi determinación de no dejar que nadie se aproveche de mi buena fe.  Estoy segura del caerse y levantarse de la vida, del seguir caminando a pesar de las zancadillas, de luchar por conseguir mis sueños, de pelear por eliminar lo injusto.
Uno empieza a envejecer cuando acepta la realidad y no quiere cambiarla aunque no le guste; pudiendo cambiarla, se entiende. Rendirse no es una opción, es una decisión. De nosotros depende si queremos ser viejos, o solo seguir cumpliendo años.