jueves, 16 de noviembre de 2017

Los descendientes de Maquiavelo

Mis primeros escarceos con el baloncesto comenzaron cuando yo tenía 12 años. Diez chicas de sexto de EGB empezamos a instruirnos en este deporte, con la ilusión de quien descubre un tesoro escondido. Nos entrenábamos con tesón, una o dos veces por semana. Nuestro entrenador nos enseñó las reglas básicas de este deporte, y nosotras le obedecíamos en sus decisiones. En el equipo, como casi en todo en la vida, había niñas más y menos talentosas en el arte de encestar, de marcar al contrario o de pasar la pelota cuando la otra compañera estaba en una posición favorable. Yo, sin ser de las peores, tampoco era de las mejores. Me defendía corriendo mucho-eso sí lo hacía muy bien- aunque mi precisión de meter el balón en la canasta no fuese "espectacular".
Recuerdo un partido en especial. Nosotras jugábamos contra otro equipo muy similar al nuestro. Estábamos muy ajustadas en el marcador y quedaban menos de ocho minutos para el final. Las tres mejores jugadoras habían sido relegadas al banquillo porque ya habían salido los tres tiempos anteriores, y los cambios que el entrenador había hecho le habían obligado a "sacar" a otras más mediocres como yo. En un momento determinado el marcador se igualó. Nuestro entrenador se echó las manos a la cabeza. Hizo un gesto al árbitro para exigir un tiempo muerto. Cuando nos acercamos a él, me dijo algo al oído:" Ahora, cuando se reanude el partido, haces como que te has torcido un tobillo, cojeas un poco y pides el cambio". No sé si él notó mi confusión pero yo realmente estaba confusa. Aun así, hice lo que me dijo: hacer trampas para ganar.
Un año después me cambié de colegio. Mis padres habían comprado un piso en la otra punta del pueblo, y mi nuevo colegio también había decidido tener un equipo de baloncesto femenino. Esta vez una de las mejores jugadoras era yo, básicamente porque las otras compañeras no habían visto una canasta de cerca en su vida.
Antonio, así se llamaba este nuevo entrenador, tenía un carácter afable. Lo recuerdo como una buena persona, tranquilo, íntegro, sin la personalidad impulsiva del anterior.
Como es lógico, aquel año no quedamos de las primeras clasificadas. Eso no impidió que en la fiesta de fin de curso jugásemos un partido con un equipo femenino de un pueblo cercano, al que pretendíamos vencer. Esas chicas eran sensiblemente mejores que nosotras. En un encuentro previo nos habían ganado por algunos puntos, no recuerdo el número. Aquel partido de fin de curso jugábamos en nuestro colegio. Queríamos ganar. Era nuestro colegio, nuestro público y nuestro pueblo. En el cuarto tiempo me tocó salir del campo porque ya había jugado los otros tres. Yo, sin poder quedarme en el banquillo por la ansiedad que me producía no estar en el juego, me fui nerviosa hacia la puerta principal, y mientras bebía un refresco, escuchaba sin querer ver, las voces de ánimo del publico asistente a nuestras chicas. Entre aquellas voces reconocí a la de Antonio dando órdenes a las jugadoras: "Mari Carmen, a la derecha; Elena que no se te escape la número 9; sube más Cristina, venga, mira, mira a tu derecha... tira, ahora". Cristina tiró, metió una canasta y el partido finalizó. Ganamos por dos puntos. Fui corriendo hacia el centro del campo con lágrimas en los ojos. Nos abrazamos todas entre el aplauso de nuestros padres y el de Antonio que estaba orgulloso de sus campeonas.
Desde entonces hasta el día de hoy, he conocido a seres humanos con y sin valores.  Los segundos, con una actitud poco honesta para algunos aspectos de la vida, que para conseguir sus objetivos no dudan en hacer cualquier cosa que pueda hacerse sea legal o no, alejados de toda ética o moral. Esas almas opacas son los descendientes de Maquiavelo. Trileros capaces de traicionar, engañar o tergiversar situaciones solo para conseguir lo que nunca hubiesen podido llegar a obtener, sin usar métodos mafiosos.
Que hay que echar a algún trabajador para "poner" a un amigo, pues se calumnia al antiguo trabajador. Si me gusta esa mujer y soy un jefe (escribir cualquier insulto) sin escrúpulos- también vale para algún productor de Hollywood tan de moda últimamente- pues le hago propuestas deshonestas y si no "pasa por el aro" no la contrato. Que soy poderoso y algún periodista escribe algo sobre mí que me desagrada, uso mi poder para despedirlo. Si para mantener mi trabajo he de traspasar las líneas rojas de lo correcto, o tomar decisiones injustas y carentes de ética, pues traspaso líneas rojas o los colores que hagan falta. Y así con todo.
Entonces, cuando veo a este tipo de personas vacías de luz, me acuerdo de mis padres, de mis profesores, de las buenas personas que me aconsejan en la vida, de Antonio y de sus valores íntegros, y ruego a cualquier dios, diosa o divinidad que no me deje caer en la tentación del camino fácil incorrecto. Todos tenemos un precio, lo sé, aunque algunos preferimos no saber por cuánto nos venderíamos. Podemos hacer las cosas mal, de hecho nos equivocamos con cierta frecuencia, por lo menos yo. Podemos hacer daño al otro sin pretenderlo y eso es perdonable, pero la maldad es otra cosa.

Estoy segura de que aquel día si no hubiésemos ganado, Antonio nos habría alentado igualmente. Nos habría enseñado a luchar, a perseguir nuestros sueños, a conseguirlos sin trampas, sin "hacer como que te has torcido un tobillo", sin actuar para perjudicar a otros. Nos habría enseñado a no ser "los descendientes de Maquiavelo". 
No hacía falta ganar a toda costa: hacía falta llegar a ser mejores por nuestros méritos y si eso no podía cumplirse, lo mejor hubiese sido saber perder con dignidad.