-¡
Así no, Héctor! ¡Regatea, coño!- la voz alterada de un padre se
elevaba por encima de la del entrenador, que a duras penas podía dar
instrucciones a los niños sin ser interrumpido por el público
asistente.
-
¡Eso es falta!- una madre gritaba al aire, señalando al joven árbitro-.¡Pero saca tarjeta de una vez!
El
árbitro, ajeno a los comentarios de la gente de la grada, se acercó
a los dos niños implicados en un forcejeo entre delantero y defensa,
les instó a que se diesen la mano en señal de reconciliación y
les recordó el valor del juego limpio. Uno de los dos entrenadores
aplaudió en señal de aprobación.
-
¡Eso es tarjeta!- levantaba la mano derecha otro padre indignado.
-
¡Pero si se ha dejado caer!- respondió la voz de un hombre que
estaba muy cerca de la valla.
-
A ver- dijo un tercero que parecía más calmado-, solo son niños de
ocho años. Es una liga entre colegios, sin más. Estamos perdiendo
el norte, ¿o qué?
Nadie
pareció escucharlo. La mayoría de las veinte o treinta personas que
se encontraban en las gradas estaban pendientes de la resolución del
partido. 3 a 2 a favor del equipo del Colegio "Bosque Verde";
eso es lo que importaba: seguir con la ventaja. Los padres del otro
colegio estaban nerviosos.
-
Faltan diez minutos- animó un padre a otro, al notarlo dubitativo-. Aún podemos remontar.
-
¡Héctor, así no! - se echaba las manos a la cabeza el progenitor
del niño que había fallado una ocasión clara de gol.
Y
el niño se golpeó la cabeza con el puño de su mano derecha, como
castigo por no haber metido el balón entre los palos de la portería.
-
¿Quién ha ganado?- me preguntó impaciente un padre rezagado mientras cruzaba la entrada del campo, al verme salir del campo de fútbol.
-
Freud- respondí a media voz.
Me
aleje sin esperar su réplica. No habrá entendido el mensaje-pensé-.
A lo mejor si le hubiese dicho que lo importante es participar, que
un exceso de autoexigencia convertirá a los niños en adultos
inseguros, que saber perder no es sinónimo de rendirse, que los
niños no han de pagar las frustraciones de los adultos, que a lo largo de nuestra vida nos meterán goles por la escuadra y otras veces fallaremos penaltis sin portero sin que eso signifique fracasar... a lo mejor
me hubiese entendido, pero, ¿quién era yo para dar consejos no
pedidos? ¿Quién me creía yo para juzgar los valores o falta de
valores que algunos progenitores van a enseñar a sus hijos?
Cuando
llegué a mi casa, me senté en el sofá, cogí el móvil y llamé a
mi amiga Verónica. Le conté los detalles de mi visita al campo de
fútbol, y ella, como buena psicóloga intentó dar un giro a la
realidad, allanando el camino hacia el cambio positivo, tras lo cual
emitió un sonido parecido a una risa.
-
Tu ríete- le dije con ironía-. La pena es que cuando estos niños
tengan veinte años tú ya estarás a punto de la jubilación.
Algunos de ellos podrían haberte hecho millonaria. Aunque- seguí
bromeando- si aprendo a hacer psicoanálisis, lo mismo la millonaria
soy yo.
Vero
soltó una carcajada
-
Pero si tenemos la misma edad- me reprendió con humor.
-
¡Pues nada, agorera! Adiós a los millones.
- ¿Por qué no cambiamos lo del psicoanálisis por hacernos hackers?-
me propuso con la mima ironía que yo le había dicho "ríete".
-
¿Porque no tengo ni idea de informática?
-
Ni yo tampoco, pero no importa: aprenderemos.
Colgué
el teléfono aún con la sonrisa en la boca y fui hacia la ducha
silbando una canción alegre.
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