Los
vi en Madrid, una tarde mientras paseaba cerca de la Plaza Mayor. De
una bolsa de deporte descolorida sacaron un aparato de música.
Después lo enchufaron a dos altavoces pequeños, y tras
tocar un botón, sonó un tango. Entonces empezaron a
bailar. Ella, una mujer de mediana edad, rubia de bote con un moño
que dejaba entrever algunas canas, llevaba un vestido negro largo,
casi hasta los tobillos, de algo parecido a la seda, con una abertura
que llegaba hasta la mitad del muslo izquierdo. Para mi gusto se
había pasado con el colorete naranja de los pómulos,
que le daba un aspecto de rechonchez inminente sin ajustarse a la
verdad de su cuerpo, delgado y esbelto. Sin embargo, sus labios
estaban perfectamente delineados con un perfilador rojo por fuera,
embellecido con pintalabios del mismo color en el interior, mostrando
una boca carnosa, ávida de besos. Los ojos, al igual que la
boca, también presentaban un maquillaje cuidadoso, con sombras
suaves a los que había añadido una pequeña raya
negra en la parte externa, recreando una apariencia seductora al más
puro estilo de Rita Haywort en Gilda.
Mientas
bailaban me fijé en que el hombre -algo más joven que
su pareja- llevaba un traje negro a rayas grises con camisa blanca y
un pañuelo al cuello. Me recordó a un primo de mi padre
en la boda de mi hermana, allá por los años noventa que
acabó la noche con la camisa por fuera del pantalón y
con unos cuantos whiskies de más.
El
artista encandilaba al público por la manera en que llevaba el
ritmo, mirando al frente y de vez en cuando a los ojos de la mujer,
mientras movía los pies enlazando las piernas con las de ella.
Yo miraba absorta la forma de expresar aquella pasión, y de
repente, me fijé en un detalle. Los zapatos del hombre estaban
rotos. Ambos. Me volví a fijar. Efectivamente, se notaba que
los zapatos habían aguantado muchos, pero muchos bailes, y a
pesar de parecer limpios se notaba el desgaste del cuero negro a
través del tiempo.
En
ese momento asocié la dignidad al tango, y me vino a la mente
cómo nos defendemos de la vida: luchando con las fuerzas que
nos queden para poder seguir "bailando", aunque tengamos
rotos los zapatos del alma. Siempre con la mirada al frente, la
cabeza erguida, disimulando el dolor, con los labios pintados de
rojo, o con el pañuelo al cuello. Aferrados a la esperanza
para no perder el equilibrio, mientras sigue sonando aquello de "uno
va arrastrándose entre espinas y en su afán de dar su
amor, sufre y se destroza hasta entender, que uno se ha quedao sin
corazón".
Y
así seguimos hasta que la última nota toca a su fin. Es
entonces cuando nos desmaquillamos, nos quitamos los zapatos y nos
dormimos eternamente... o no.
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