Alguien
escribió una vez que la pasión es la guinda del pastel del amor. Es
posible que sea una guinda en un pastel muy grande, de hecho creo
que cuanto más grande es el amor, así con mayúsculas, más pequeña
es la guinda. Es cierto que para enamorarnos, primero debemos sentir pasión; sin la pasión no existirá el amor, pero creo que con el
paso del tiempo pasión y amor ya no se complementan, sino que el amor
acaba por empequeñecer la guinda hasta convertirla prácticamente en
una lenteja. Es normal. ¿Quién aguanta el desequilibrio de la
pasión? ¿Esa locura de deseo irrefrenable que llena las neuronas
cuando aparece en nuestras vidas? No, no hay cuerpo que resista esto
más de unos meses; y además, a veces esta sensación asusta. Nadie
nos asegura que al hombre o a la mujer por el que más nos
apasionamos sea al que más vayamos a querer. Amor y pasión no son
directamente proporcionales, van de la mano, pero muy pocas veces. La
libertad de la pasión, tan políticamente incorrecta, tan
irreverente, tan insensata, tan temeraria, tan ciega, choca con la
estabilidad del amor, con su honestidad y su sensatez.
La
zona de confort que nos brinda el amor nos la destroza la pasión, y
nosotros nos resistimos a dejarla pasar a nuestros corazones porque
la infidelidad acecha, pero, ¡ay! pobres almas nuestras, porque la
necesitamos para seguir sintiendo vida, y la tentación nos persigue
a cada instante convertida en deseo, casi siempre por la persona a la
que menos deberíamos desear. Otra cosa es que caigamos en la
tentación, pero sentirla, claro que la sentimos, aunque tengamos
pareja estable o seamos los más fuertes emocionalmente hablando.
Y
escrito esto, yo me pregunto. ¿Será verdad la frase de aquella
película que decía” Hay dos clases de hombres: los que te vuelven
loca y con los que te casas”? O como sentenció Becquer en sus
rimas:
¿Quieres
que conservemos una dulce
memoria
de este amor?
Pues
amémonos hoy mucho y mañana
digámonos
¡adiós!
¿Será
la pasión el pastel y el amor la guinda?