Mis
primeros escarceos con el baloncesto comenzaron cuando yo tenía 12
años. Diez chicas de sexto de EGB empezamos a instruirnos en este
deporte, con la ilusión de quien descubre un tesoro escondido. Nos
entrenábamos con tesón, una o dos veces por semana. Nuestro
entrenador nos enseñó las reglas básicas de este deporte, y
nosotras le obedecíamos en sus decisiones. En el equipo, como casi
en todo en la vida, había niñas más y menos talentosas en el arte
de encestar, de marcar al contrario o de pasar la pelota cuando la
otra compañera estaba en una posición favorable. Yo, sin ser de las
peores, tampoco era de las mejores. Me defendía corriendo mucho-eso
sí lo hacía muy bien- aunque mi precisión de meter el balón en la
canasta no fuese "espectacular".
Recuerdo
un partido en especial. Nosotras jugábamos contra otro equipo muy
similar al nuestro. Estábamos muy ajustadas en el marcador y
quedaban menos de ocho minutos para el final. Las tres mejores
jugadoras habían sido relegadas al banquillo porque ya habían
salido los tres tiempos anteriores, y los cambios que el entrenador
había hecho le habían obligado a "sacar" a otras más
mediocres como yo. En un momento determinado el marcador se igualó.
Nuestro entrenador se echó las manos a la cabeza. Hizo un gesto al
árbitro para exigir un tiempo muerto. Cuando nos acercamos a él, me
dijo algo al oído:" Ahora, cuando se reanude el partido, haces
como que te has torcido un tobillo, cojeas un poco y pides el
cambio". No sé si él notó mi confusión pero yo realmente
estaba confusa. Aun así, hice lo que me dijo: hacer trampas para
ganar.
Un
año después me cambié de colegio. Mis padres habían comprado un
piso en la otra punta del pueblo, y mi nuevo colegio también había
decidido tener un equipo de baloncesto femenino. Esta vez una de las
mejores jugadoras era yo, básicamente porque las otras compañeras
no habían visto una canasta de cerca en su vida.
Antonio,
así se llamaba este nuevo entrenador, tenía un carácter afable. Lo
recuerdo como una buena persona, tranquilo, íntegro, sin la
personalidad impulsiva del anterior.
Como
es lógico, aquel año no quedamos de las primeras clasificadas. Eso
no impidió que en la fiesta de fin de curso jugásemos un partido
con un equipo femenino de un pueblo cercano, al que pretendíamos
vencer. Esas chicas eran sensiblemente mejores que nosotras. En un
encuentro previo nos habían ganado por algunos puntos, no recuerdo
el número. Aquel partido de fin de curso jugábamos en nuestro
colegio. Queríamos ganar. Era nuestro colegio, nuestro público y
nuestro pueblo. En el cuarto tiempo me tocó salir del campo porque
ya había jugado los otros tres. Yo, sin poder quedarme en el
banquillo por la ansiedad que me producía no estar en el juego, me
fui nerviosa hacia la puerta principal, y mientras bebía un
refresco, escuchaba sin querer ver, las voces de ánimo del publico
asistente a nuestras chicas. Entre aquellas voces reconocí a la de
Antonio dando órdenes a las jugadoras: "Mari Carmen, a la
derecha; Elena que no se te escape la número 9; sube más Cristina,
venga, mira, mira a tu derecha... tira, ahora". Cristina tiró,
metió una canasta y el partido finalizó. Ganamos por dos puntos.
Fui corriendo hacia el centro del campo con lágrimas en los ojos.
Nos abrazamos todas entre el aplauso de nuestros padres y el de
Antonio que estaba orgulloso de sus campeonas.
Desde
entonces hasta el día de hoy, he conocido a seres humanos con y sin valores. Los segundos, con una actitud poco honesta para algunos
aspectos de la vida, que para conseguir sus objetivos no dudan en
hacer cualquier cosa que pueda hacerse sea legal o no, alejados
de toda ética o moral. Esas almas opacas son los descendientes de
Maquiavelo. Trileros capaces de traicionar, engañar o tergiversar
situaciones solo para conseguir lo que nunca hubiesen podido llegar a obtener, sin usar métodos mafiosos.
Que
hay que echar a algún trabajador para "poner" a un amigo,
pues se calumnia al antiguo trabajador. Si me gusta esa mujer y soy
un jefe (escribir cualquier insulto) sin escrúpulos- también vale
para algún productor de Hollywood tan de moda últimamente- pues le
hago propuestas deshonestas y si no "pasa por el aro" no la
contrato. Que soy poderoso y algún periodista escribe algo sobre mí
que me desagrada, uso mi poder para despedirlo. Si para mantener mi
trabajo he de traspasar las líneas rojas de lo correcto, o tomar
decisiones injustas y carentes de ética, pues traspaso líneas rojas
o los colores que hagan falta. Y así con todo.
Entonces,
cuando veo a este tipo de personas vacías de luz, me acuerdo de mis
padres, de mis profesores, de las buenas personas que me aconsejan en
la vida, de Antonio y de sus valores íntegros, y ruego a cualquier
dios, diosa o divinidad que no me deje caer en la tentación del
camino fácil incorrecto. Todos tenemos un precio, lo sé, aunque
algunos preferimos no saber por cuánto nos venderíamos. Podemos
hacer las cosas mal, de hecho nos equivocamos con cierta frecuencia,
por lo menos yo. Podemos hacer daño al otro sin
pretenderlo y eso es perdonable, pero la maldad es otra cosa.
Estoy
segura de que aquel día si no hubiésemos ganado, Antonio nos habría
alentado igualmente. Nos habría enseñado a luchar, a perseguir
nuestros sueños, a conseguirlos sin trampas, sin "hacer como
que te has torcido un tobillo", sin actuar para perjudicar a
otros. Nos habría enseñado a no ser "los descendientes de
Maquiavelo".
No hacía falta ganar a toda costa: hacía falta llegar a ser mejores por nuestros méritos y si eso no podía cumplirse, lo mejor hubiese sido saber perder con dignidad.
No hacía falta ganar a toda costa: hacía falta llegar a ser mejores por nuestros méritos y si eso no podía cumplirse, lo mejor hubiese sido saber perder con dignidad.