Esta
mañana estaba manteniendo una conversación muy interesante acerca
de la juventud, la educación y los modales, cuando mi interlocutor
comentó la conducta de una muchacha que había tenido un
comportamiento poco elegante. Concluyó con una frase lapidaria: "es
la soberbia de la juventud"- exclamó.
Es
cierto -pensé-, la juventud está hecha de soberbia, de
impulsividad, de metas imposibles, de pasiones desgarradoras, de
irrealidad, pero sobre todo, está hecha de eternidad. Salvo aquellos
con la autoestima muy baja -que los hay, desgraciadamente-, cuando
somos jóvenes nos creemos irremplazables, irrepetibles y casi, casi
inmortales. La soberbia es uno de los sentimientos que se va
diluyendo con el paso del tiempo, al igual que esas otras creencias
que acabo de nombrar en el párrafo anterior. Y es que el paso del
tiempo nos ancla en el suelo y nos llena de realidad. ¡Maldita
realidad!- gritamos. Pero nadie nos oye. Una vez perdida la frescura
de la juventud, ya nadie nos devuelve nuestra soberbia -ese
sentimiento de valoración de uno mismo por encima de los demás- que
diría Wikipedia, necesario para ganar cuando se compite en
diferentes ámbitos sociales o laborales. Ya nadie nos devuelve la
sensación de inmortalidad, y es en ese momento cuando empezamos a
notar la muerte cerca, quizá demasiado, sin poder remediarlo.
Entonces no nos queda otra que aceptarla a nuestro lado, exactamente
igual que a la madurez, esa compañera incondicional que nos
escoltará hasta ese momento agonizante sin marcha atrás,
para entregarnos a otra vida... ¿o será la misma de nuevo?