Raimundo
Soria fue mi tutor de residentes durante la especialidad que cursé
en Albacete- Medicina Familiar y Comunitaria- los tres últimos años
del siglo XX. La primera vez que lo vi, pensé: "Qué hombre más
serio", y sin embargo quise que él fuese mi tutor porque decían
que era muy competente como médico. No pude elegir mejor. Durante
todos estos años he conocido a muy pocos médicos tan
comprometidos, tan honestos y tan admirables como él. Me enseñó no
solo a hacer historias clínicas exhaustivas, a valorar al paciente
en su conjunto y a hacer diagnósticos diferenciales; también me
enseñó a manejarme como persona, a conocerme a mí misma y me dio
pautas impagables de cómo mejorar mi inteligencia emocional que por
aquella época estaba bastante inmadura.
Raimundo
Soria tenía una visión de la vida mucho más transcendental que la
mayoría de nosotros. El destino, caído sobre él como un jarro de
agua fría, no le fue especialmente favorable. A pesar de eso, no se
regodeaba en contar sus "penas". De hecho, no hablaba mucho
sobre sí mismo, y cuando lo hacía daba pequeñas pinceladas de su
estado de ánimo. Los fármacos que tomaba para no rechazar el
trasplante de corazón implantado en su cuerpo desde que tenía 26
años, no le sentaban muy bien, aunque él nunca se quejaba. A sus
cuarenta años no se había casado nunca ni se le había conocido
novia estable. Una vez me dijo que era consciente de su finitud. "Mi
mujer debería acostumbrarse a vivir sin mí. Sería una viuda muy
joven"- reía al contármelo. Yo miraba con aprecio aquel
aspecto quijotesco, su nariz afilada y su voz pausada, que eran su
seña de identidad. En esa época, yo tenía lo mejor de la
juventud, y sin pretenderlo puse en su vida un poco de aire fresco,
a veces, demasiado aire fresco. Mi impetuosidad, mi alegría coplera
o el ponerme el mundo por montera, llegaba a desequilibrar a mi tutor
que con mucha paciencia intentaba reconducir mis emociones
histriónicas. Nunca hay que rendirse- le decía yo cuando algo no me
salía bien-. "Sé fuerte para que nadie te derrote, noble para
que nadie te humille, y tú mismo para que nadie te olvide". -
alzaba la voz con orgullo.
Aquellas
frases de autoayuda estilo Paulo Coelho me las había aprendido de
memoria. En esa época yo concebía la vida como si ésta fuese una
esclava del ego. Años después he comprendido que el ego es el
verdadero esclavo de la vida. Ya me lo había dejado entrever mi
tutor, pero fue el tiempo el que me lo demostró.
Cuando
Raimundo Soria estaba a punto de morir, rectifico, cuando Raimundo
Soria vio que ya no había solución para él -le habían amputado ya
las dos piernas y tenía demasiadas secuelas por los efectos
secundarios de los fármacos- se rindió. Ingresado en el hospital
decidió dejar de tomar los inmunosupresores, y le dijo a su amigo
que necesitaba morir con dignidad, sedado y tranquilo. Yo había
hablado horas antes con aquel amigo. -Si se despierta- le dije- dile
que he venido a verlo. Vale- me respondió- Yo se lo diré.
No
fui a su entierro. Estaba demasiado aturdida y dolorida como para
asumir aquella realidad. Incluso hoy en día, más de quince años
después, sigo dolorida. Cuando hago memoria y recopilo todo lo que
aprendí de él, me doy cuenta de la suerte que tuve al cruzarme en
su camino. Si lo pienso bien, probablemente una de las cosas más
importantes que me haya enseñado, ha sido a saber rendirme con
honores cuando no he podido cambiar la realidad. Esa lección, mi
querido tutor, mi querido Raimundo, la llevaré conmigo ,al igual
que tu recuerdo, marcado en mi memoria con letras de oro. Las mismas
con las que llenaste de vida aquel corazón prestado, y las mismas
con las que la diosa Atenea escribió tu nombre en las estrellas, el
primer día del resto de tu eternidad.