jueves, 30 de enero de 2020

Rendirse con honores


Raimundo Soria fue mi tutor de residentes durante la especialidad que cursé en Albacete- Medicina Familiar y Comunitaria- los tres últimos años del siglo XX. La primera vez que lo vi, pensé: "Qué hombre más serio", y sin embargo quise que él fuese mi tutor porque decían que era muy competente como médico. No pude elegir mejor. Durante todos estos años he conocido a muy pocos médicos tan comprometidos, tan honestos y tan admirables como él. Me enseñó no solo a hacer historias clínicas exhaustivas, a valorar al paciente en su conjunto y a hacer diagnósticos diferenciales; también me enseñó a manejarme como persona, a conocerme a mí misma y me dio pautas impagables de cómo mejorar mi inteligencia emocional que por aquella época estaba bastante inmadura.
Raimundo Soria tenía una visión de la vida mucho más transcendental que la mayoría de nosotros. El destino, caído sobre él como un jarro de agua fría, no le fue especialmente favorable. A pesar de eso, no se regodeaba en contar sus "penas". De hecho, no hablaba mucho sobre sí mismo, y cuando lo hacía daba pequeñas pinceladas de su estado de ánimo. Los fármacos que tomaba para no rechazar el trasplante de corazón implantado en su cuerpo desde que tenía 26 años, no le sentaban muy bien, aunque él nunca se quejaba. A sus cuarenta años no se había casado nunca ni se le había conocido novia estable. Una vez me dijo que era consciente de su finitud. "Mi mujer debería acostumbrarse a vivir sin mí. Sería una viuda muy joven"- reía al contármelo. Yo miraba con aprecio aquel aspecto quijotesco, su nariz afilada y su voz pausada, que eran su seña de identidad. En esa época, yo tenía lo mejor de la juventud, y sin pretenderlo puse en su vida un poco de aire fresco, a veces, demasiado aire fresco. Mi impetuosidad, mi alegría coplera o el ponerme el mundo por montera, llegaba a desequilibrar a mi tutor que con mucha paciencia intentaba reconducir mis emociones histriónicas. Nunca hay que rendirse- le decía yo cuando algo no me salía bien-. "Sé fuerte para que nadie te derrote, noble para que nadie te humille, y tú mismo para que nadie te olvide". - alzaba la voz con orgullo.
Aquellas frases de autoayuda estilo Paulo Coelho me las había aprendido de memoria. En esa época yo concebía la vida como si ésta fuese una esclava del ego. Años después he comprendido que el ego es el verdadero esclavo de la vida. Ya me lo había dejado entrever mi tutor, pero fue el tiempo el que me lo demostró.
Cuando Raimundo Soria estaba a punto de morir, rectifico, cuando Raimundo Soria vio que ya no había solución para él -le habían amputado ya las dos piernas y tenía demasiadas secuelas por los efectos secundarios de los fármacos- se rindió. Ingresado en el hospital decidió dejar de tomar los inmunosupresores, y le dijo a su amigo que necesitaba morir con dignidad, sedado y tranquilo. Yo había hablado horas antes con aquel amigo. -Si se despierta- le dije- dile que he venido a verlo. Vale- me respondió- Yo se lo diré.
No fui a su entierro. Estaba demasiado aturdida y dolorida como para asumir aquella realidad. Incluso hoy en día, más de quince años después, sigo dolorida. Cuando hago memoria y recopilo todo lo que aprendí de él, me doy cuenta de la suerte que tuve al cruzarme en su camino. Si lo pienso bien, probablemente una de las cosas más importantes que me haya enseñado, ha sido a saber rendirme con honores cuando no he podido cambiar la realidad. Esa lección, mi querido tutor, mi querido Raimundo, la llevaré conmigo ,al igual que tu recuerdo, marcado en mi memoria con letras de oro. Las mismas con las que llenaste de vida aquel corazón prestado, y las mismas con las que la diosa Atenea escribió tu nombre en las estrellas, el primer día del resto de tu eternidad.