Estoy
triste. En estos dos últimos meses y a través de las noticias de la
radio, prensa y televisión, los fallecidos por este nuevo virus-
datos, los llaman- han ido forjando en la población,
sentimientos de desesperanza dificiles de erradicar. La tristeza se
ha instalado en mí como un okupa al que no puedo desalojar. El
sufrimiento de las personas enfermas, el miedo al contagio, la
sensación de inseguridad al ir al supermercado, a la farmacia, o
simplemente a respirar, impregna las calles con el olor de lo
efímero, hasta convertirlas en una ciudad huera.
Solo el sonido de unos aplausos a las ocho de la tarde rompen la
monotonía de los días, que pasan como hojas caídas de un
calendario intrascendente.
Conforme pasa el tiempo, ni siquiera los aplausos, que inicialmente animaban a los sanitarios a continuar la lucha, son útiles. Ya no podemos aplaudir. Hay demasiados muertos, y no, no son datos. Esas personas muertas tiene nombre y apellidos, una historia, una familia, unas circunstancias únicas, a las que la parca cortó la línea de la vida con unas tijeras llenas de coronavirus. Y nosotros, los fuertes, los valientes, los "héroes" tenemos que seguir luchando con una coraza de psicopatía para no caer rendidos ante tanta desesperación. Lo haremos, claro, para no caer rendidos... y sin embargo, no nos digáis que todo va a salir bien, no pongáis esa maldita canción de las 8:14 en Onda Cero llamada Facciamo finta che, -¡cómo la odio!- porque no puedo fingir que todo va bien. No, fingir no es la solución. Hay que llorar a los muertos, hay que asumir la frustración por la falta de previsión de esta pandemia, hay que dejar que el corazón duela, y por supuesto, alegrarse cuando las personas enfermas se han curado. Son muchos, cada día más, afortunadamente.
Conforme pasa el tiempo, ni siquiera los aplausos, que inicialmente animaban a los sanitarios a continuar la lucha, son útiles. Ya no podemos aplaudir. Hay demasiados muertos, y no, no son datos. Esas personas muertas tiene nombre y apellidos, una historia, una familia, unas circunstancias únicas, a las que la parca cortó la línea de la vida con unas tijeras llenas de coronavirus. Y nosotros, los fuertes, los valientes, los "héroes" tenemos que seguir luchando con una coraza de psicopatía para no caer rendidos ante tanta desesperación. Lo haremos, claro, para no caer rendidos... y sin embargo, no nos digáis que todo va a salir bien, no pongáis esa maldita canción de las 8:14 en Onda Cero llamada Facciamo finta che, -¡cómo la odio!- porque no puedo fingir que todo va bien. No, fingir no es la solución. Hay que llorar a los muertos, hay que asumir la frustración por la falta de previsión de esta pandemia, hay que dejar que el corazón duela, y por supuesto, alegrarse cuando las personas enfermas se han curado. Son muchos, cada día más, afortunadamente.
El
tiempo pasará, diluirá el horror de estos meses. El futuro llegará
con ilusiones nuevas, con proyectos apasionantes, con canciones del
verano y cenas de Navidad. Pero hoy aún es hoy. Hoy no quiero
repetir aquellas palabras de García Lorca: "He cerrado mi
balcón porque no quiero escuchar el llanto". No. Yo quiero
abrir mi balcón, quiero escuchar el llanto del que sufre y llorar
con él.
Mañana
seguiré trabajando. Lucharé con mis mejores armas y me cubriré, de
nuevo, con una coraza de psicopatía para no caer rendida. Continuaré
así, día tras día, hasta dejar este presente en un pasado sin
retorno, lleno de recuerdos amargos. La alegría de los curados será
mi alegría. En cuanto a los que se fueron casi sin despedirse, ésos tienen todas mis condolencias. Descansen en paz.