jueves, 16 de febrero de 2017

A la generación mejor preparada de España... los echamos fuera de España

Algunas noches, mientras ceno veo algún programa de la televisión. En uno de los canales hay un programa donde las personas acuden para encontrar pareja. Las hay de todas las edades, y lo que llama la atención es la cantidad de gente joven de entre dieciocho y veinticinco años que necesita de este formato para tener una cita. Los oyes hablar y da un repelús de estos de "la madre que parió a la LOGSE, a la LOMCE y a todas las siglas de Educación". De verdad, algo se está haciendo mal en este país, ¡muy mal!, a tenor de los que estoy viendo. Probablemente el programa esté sesgado, no lo niego, y elijan a los pretendientes por sus características extremas, por lo de subir la audiencia, digo, pero es que en muchas ocasiones da vergüenza ajena y claro, el morbo de ver a alguien decir, por ejemplo, que es más de "rollos" ocasionales, que se dedica a hacer porno y cuando tiene pareja solo hace lésbicos, o no saber situar a Granada en el mapa, nos puede dar una idea de quiénes NO nos van a pagar las pensiones. ¡Para echarse a temblar!
Muchos dirán que en España hay gente joven muy bien formada, con carrera universitaria, master, etc, etc... Sí, esos son los que se irán a otros sitios de Europa a trabajar. Nosotros los formamos, y como estamos politizando todo, poniendo al mando en todas las Instituciones a gente con carnet de partido y no por meritocracia, pues los que no pasen por el aro, que normalmente suelen ser los más listos, no van a tener más cojones u ovarios que irse si quieren tener un trabajo digno.

Muchas veces pregunto a los adolescentes con algún problema en los estudios por su futuro laboral. Cuando me responden con utopías, yo me apiado de ellos y les propongo la solución: si queréis trabajar, a no ser que tengáis un buen padrino, meteos en política. El partido os irá recolocando si sois fieles. Ya lo dijo Alfonso Guerra: " El que se mueva no sale en la foto". A los otros no, a los brillantes, les digo que aprendan idiomas porque la otra Europa les dará trabajo. Así de cruel. Una fuga de cerebros en toda regla y nosotros, si no lo remedia nadie, nos quedaremos con los enchufados políticos, los recomendados por sus padrinos y los que van a los programas a buscar pareja que no saben dónde está Granada, ni qué pasó en 1492. Como ironizaría Arturo Pérez Reverte: Ni puta falta que hace, ¿verdad, colega? 

jueves, 9 de febrero de 2017

Pequeños grandes momentos

Siempre nos han contado que la vida está hecha de momentos que enlazamos y damos forma como si fuera una pieza de arcilla. Esos momentos pueden ser buenos, malos o regulares; todos caben en nuestra obra. Lo que muchas veces pasamos por alto, aunque nos lo repitan hasta la saciedad, son esos pequeños momentos a los que no damos importancia pero que convierten esta vida en un trocito de paraíso. Me refiero a cuando estamos en casa en una tarde de lluvia, leyendo, viendo la tele, oyendo la radio, o cada uno lo que le guste, con una mantita mientras bebemos un café, sintiendo la tranquilidad del que no tiene más preocupaciones en ese momento que el seguir el hilo del libro o la conversación de la radio. Personalmente no me gusta la televisión, me parece una pérdida de tiempo, pero conozco a personas a las que les relaja. “Hay gente pa tó” como diría el torero. Por mi salud mental, prefiero ocupar el tiempo en otros menesteres más productivos, aunque algunos de ellos inicialmente no lo parezcan, como los que pasamos debajo del agua.  Casi nadie, salvo aquellos cantantes habituales de ducha, le presta la suficiente importancia al acto de bañarse. Deberíamos valorar más este acto y no hacerlo solo como un hecho puramente higiénico. Cuando cae el agua caliente por nuestro cuerpo desnudo, cantemos o no, la sensación de relajación suele ser increíble, junto con el olor del gel que puede trasportarnos al frescor salvaje de los limones del Caribe o envolvernos en un aroma dulce de vainilla, por ejemplo. Caminar por el parque en otoño pisando las hojas caídas, admirar la luna en sus diferentes fases, ver jugar a los niños, observar cómo discuten por tonterías del tipo “se lo digo a mi papá si no me dejas el juguete”, “¡eh, que me toca a mí!”, escuchar las voces de gente anónima como ruido de fondo de cualquier bar sin prestar atención a su contenido, notar la alegría cuando aparcamos a la primera o cuando encontramos ese vestido que nos sentaba tan bien a mitad de precio, saborear un buen vino con jamón en compañía de nuestros amigos…  Y así podría seguir nombrando momentos que forman parte de nuestro quehacer habitual y a los que no valoramos lo suficiente. Por supuesto, sentirse sano es una sensación única que solo priorizamos cuando enfermamos, pero los seres humanos somos así: infelices porque no sabemos definir la felicidad. Probablemente, la felicidad tenga que ver con valorar, como he escrito antes, esos pequeños momentos de placer inmersos en esta vida injusta y misteriosa. Probablemente tenga que ver con pintar de colores el blanco y negro de las circunstancias adversas. Creo que lo llaman resiliencia. Seamos resilientes. Pintemos de colores con pequeños grandes momentos los blancos y negros de las desgracias. Seamos felices, por fin.