Hace
una semana fui al cine con mi sobrino. Antes de que empezara la
película, escuché sin querer- o queriendo- una conversación entre
dos mujeres que estaban sentadas justo delante de mí. Una de ellas
le decía a la otra: " Fulanita se va a ir a París en Semana
Santa. Ella puede hacer cambio de turnos en el trabajo. Por eso viaja
tanto. Ojala y yo pudiera hacer lo mismo. Me da envidia sana".
La
envidia nunca es sana- pensé-. Luego comenzó la película y se me
olvidó aquella conversación. Cuando llegué a mi casa rumié la
idea de la envidia. Entonces pensé en las puñaladas traperas de los
políticos, en los tópicos y en todas esas ideas que nos han metido
en la cabeza sobre este sentimiento tan autodestructivo.
Muchos
dicen que España es un país de envidiosos. Yo creo que en todos los
países existe la envidia. No es exclusivo de un país, de una raza,
o de un determinado sexo. El primer crimen que se conoce, aunque para
muchos sea un cuento -el de Caín a Abel- fue por envidia, por
tanto, la envidia debe formar parte de nuestra esencia como seres
humanos. Es cierto que un amplio grupo de personas la sufren solo
moderadamente, y algunas solo un poco. A mí me da envidia cuando en
Navidad veo a los ganadores de la lotería brindando con champán.
Puedo decir que eso es envidia sana, pero no; a mí me gustaría que
me tocase la lotería, y siento un poco de rabia cuando compruebo los
números que llevo, y veo que no coincide con ningún décimo
premiado. Otra cosa es que para conseguir mi objetivo, matase a algún
ganador de esos, le arrebatase el décimo premiado y lo cobrase como
mío. Afortunadamente, mi envidia no llega hasta ese punto; de hecho,
prácticamente se queda en eso. No siento ningún deseo de tener lo
que otros tienen, y vuelvo a repetir la palabra, afortunadamente.
¿Por qué digo "afortunadamente"?- tercera vez que escribo
la palabra- Porque conozco a algunas personas que no pueden quitarse
a la envidia de sus vidas. En el fondo, son dignos de lástima.
Vivir pendiente de la vida de los demás debe ser un infierno.
Y
es que la envidia agujerea el alma. Provoca un estado permanente de
vigilia para comprobar lo que otros tienen, por qué lo tienen y cómo
se les puede quitar lo que tienen. La envidia se aferra al abandono
del yo para mimetizarse con el ego de los demás. Da igual si uno
tiene dinero, salud, pareja o buen trabajo, el envidioso siempre
querrá lo que tiene el otro. Solo estará moderadamente contento cuando
vea al otro fracasar, enfermar o morir. El gran castigo del envidioso
es que nunca podrá ser feliz. La tortura por el éxito de los demás
lo atormentará hasta hacerlo enloquecer, metafóricamente hablando.
La felicidad de los demás será la infelicidad del envidioso. Con
una autoestima por los suelos y el ego haciendo aguas, el envidioso
nunca podrá tener paz interior. ¿Hay mayor condena que ésa? Me temo
que no.
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