"Al
tiempo le sobran las palabras. Se comunica con hechos".
Esta
frase me la dijo, hace muchos años, un juez jubilado ya fallecido
cuando le pregunté si le había parecido corta la vida, y si el
aprendizaje de sus errores o sus aciertos le había servido para
algo.
Al
principio no entendí muy bien aquella respuesta. Mi juventud, mi
falta de experiencia, mis ideas utópicas... qué se yo, me hicieron
dejar la frase a un lado, sin darle más importancia.
Es
ahora, a medida que la vida ha ido pasando, cuando esa afirmación se
está haciendo cada vez más presente en mi interior. Es el tiempo,
ese que nos falta, el que nos sobra para matarlo, el que nos asusta
en la vejez, el que ignoramos cuando somos jóvenes, ese mismo, el
testigo de nuestros actos. Nosotros somos nuestros propios jueces, y
el tiempo es el que ejecuta la sentencia. Dejemos la salud aparte;
muchas veces estar sano es un milagro, sobre todo cuando vamos
haciéndonos mayores. Sin embargo, para todo lo demás, el tiempo,
con su serenidad, nos va encajando en el puzle que hemos decidido
formar de nosotros mismos. Nuestras decisiones, para bien o para mal,
junto con el destino, a veces caprichoso, nos conforman como seres
humanos únicos. Y entonces, llega un momento en que aquello tan
importante, ya no lo es tanto. Lo valioso se convierte en
prescindible, lo dañino en incómodo, la impaciencia en
impasibilidad, el autoritarismo en diálogo, los prejuicios en
tolerancia, la belleza se transforma en experiencia y la muerte deja
de ser una desconocida a la que hasta hacía poco le negábamos la
existencia.
¿Qué
nos ha pasado para cambiar estos conceptos?- nos preguntamos- A
nosotros nada. Nosotros seguimos siendo los mismos, aunque no lo
mismo.
Lo
que ha pasado es el tiempo. Ese que nos ha llenado de arrugas la cara
y el alma. Ese que nos habrá hecho mirarnos al duro espejo de la
realidad. Ese ejecutor de nuestras decisiones.
Lo
que ha pasado es el tiempo... y la vida.
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