jueves, 14 de noviembre de 2013

No estés triste... ¿o sí?

No me fío de las personas de sonrisa constante pegada a la cara. Esos que cuando comentas los detalles de las vacaciones sonríen ante la más mínima anécdota sin trascendencia, o los que te responden “por lo menos tienes trabajo” cuando les cuentas cómo tu jefe te ha hecho trabajar más sin pagarte las horas extras, o los que te dicen “olvídalo”, “él se lo pierde” si tu novio te ha dejado. No soporto a los de sonrisa perenne, inmunes a sus propias desgracias. Es cierto: mantener la regularidad emocional es básico para un equilibrio mental, pero hay motivos que nos hacen cambiar nuestro humor, aunque sea momentáneamente. Estamos en la época de los antidepresivos. Ahora, la única emoción válida es la alegría; la consulta de los psicólogos está llena de gente sin capacidad para afrontar las vicisitudes de la vida en sí: el desamor, la soledad, el envejecimiento... No nos han enseñado a afrontar la frustración. Al parecer, tenemos que ir dando saltos por la vida, con la sonrisa en la boca, aunque nos hayan ocurrido situaciones desagradables que hagan necesario pasar un duelo. Si uno acaba de divorciarse, es normal tener pena y rabia por la decepción. A nadie le gusta pasar por un fracaso matrimonial. Es normal llorar, es normal sentir un vacío interno. Hemos de acostumbrarnos y adaptarnos a una nueva vida. ¿La solución sería tomar antidepresivos para mitigar el dolor? La tristeza forma parte de nuestro abanico de emociones. Negarla es como negarnos a nosotros mismos. De la tristeza se aprende, igual de que de cualquier otra emoción. Sentirla no es agradable y huimos de ella, pero el prozac no nos solucionará el problema de base. Habitualmente, nuestros familiares, amigos o ambos, nos reconfortarán.

Caso aparte, es la depresión. Esa enfermedad es muy seria como para frivolizar sobre ella. Los enfermos lo pasan francamente mal y sufren mucho porque ven la vida como un túnel sin salida. En ese caso, la medicación es un arma muy eficaz junto con la ayuda psicológica, pero la palabra “depresión” se ha usado alegremente y valga lo contradictorio de la frase `para definir nuestra tristeza cuando la realidad no acontece como pretendíamos. “Estoy deprimido”- decimos- cuando realmente queremos decir“estoy triste”. Entonces, viene ése, o esa “perdonavidas” que intenta mejorar nuestro ánimo con un “no estés triste”, o un “pero mujer, no te preocupes por eso”, o “tranquila, hay cosas peores”, y tú, ahí, hecha polvo porque tu pareja te ha dejado por una compañera del gimnasio o porque tus vecinos ruidosos no te dejan dormir. Cinco minutos más tarde, tu animador personal te mira con esa sonrisa que le partirías la cara y te ofrece soluciones varias para dejar de estar triste o cabreada, mientras intentas evitar esa sensación de frustración, no aceptable en la sociedad de los antidepresivos. Pero no le partimos la cara. Nos limitamos a asentir y en el mejor de los casos a marcharnos lejos del pseudopsicólogo de andar por casa obviando sus comentarios infructuosos.
Si alguna situación desfavorable nos ha causado desaliento, queremos alejar la pena cuanto antes pero frecuentemente se nos olvida la paciencia como remedio fundamental para mitigar nuestro dolor. Hay un tiempo para curar un resfriado (aunque nos metamos para el cuerpo todas las reservas farmacéuticas de frenadol). Hay un tiempo para curar los reveses de la vida y aun así, algunos reveses no los cura el tiempo; tendremos que aprender a vivir con ellos. En algunos casos, dependiendo del revés y de nuestra respuesta, necesitaremos ayuda médica, pero si sabemos encajar la derrota, además de pañuelos para secar lágrimas, necesitaremos, sobre todo, tiempo para asentar el poso del fracaso. Ya lo dice Sabina: “que el destino es un maricón, sin decoro, te da champan y después chinchón”. Deberemos aprender a beber chinchón cuando nos toque, a golpe de llanto o de enfado hasta que nuestras heridas curen y cicatricen. Si aprendemos a tolerar la frustración, beberemos chinchón cuando nos toque, lloraremos, gritaremos y patalearemos, cuando haga falta. Por favor, que nadie nos diga en ese caso “olvídalo”, o “no estés triste”, porque precisamente nos tocará eso: estar triste y no olvidar. Son nuestras vivencias y aunque duelan, forma parte de nuestra biografía. No podemos olvidar la muerte de nuestro perro o el dolor del desamor, o la sensación de enfado cuando nos ponen una multa. Tenemos motivos para estar todo el día enfadados o tristes; sólo hace falta poner el telediario, pero eso no debería condicionarnos para mantener un humor enfurruñado perpetuo. La tristeza o el enfado ha de ser puntual, lo justo para proporcionarnos un aprendizaje. A la más mínima equivocación cometida (somos humanos imperfectos), podemos hacer de la irascibilidad un hábito y nos convertiremos en unos cascarrabias insoportables con la susceptibilidad a flor de piel. Allá cada uno con su carácter.

Yo creo en la alegría y en el buen humor como motor de la vida. Si nos reímos de nosotros mismos, evitaremos sufrimientos innecesarios, nos ayudará a ser más humildes pero a la vez seremos más valiosos como personas. Tenemos derecho a equivocarnos. Al fin y al cabo, la vida es eso, un aprendizaje. Sabiendo encajar la tristeza, los desengaños, la soledad, el miedo, el desamor, las frustraciones y en definitiva, todas las emociones que nos hacen sufrir, sabremos reconocer lo esencial de lo superfluo. Sabremos disfrutar de lo bello de la vida. Sabremos reconocer sus carencias en su justa medida, sin fluctuaciones importantes en nuestro equilibrio vital ¿Cuándo ocurrirá esto? ¿Cuántas experiencias habremos de tener para llegar a estos conocimientos? ¡Buena pregunta!

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