No
me fío de las personas de sonrisa constante pegada a la cara. Esos
que cuando comentas los detalles de las vacaciones sonríen ante la
más mínima anécdota sin trascendencia, o los que te responden “por
lo menos tienes trabajo” cuando les cuentas cómo tu jefe te ha
hecho trabajar más sin pagarte las horas extras, o los que te dicen
“olvídalo”, “él se lo pierde” si tu novio te ha dejado. No
soporto a los de sonrisa perenne, inmunes a sus propias desgracias.
Es cierto: mantener la regularidad emocional es básico para un
equilibrio mental, pero hay motivos que nos hacen cambiar nuestro
humor, aunque sea momentáneamente. Estamos en la época de los
antidepresivos. Ahora, la única emoción válida es la alegría; la
consulta de los psicólogos está llena de gente sin capacidad para
afrontar las vicisitudes de la vida en sí: el desamor, la soledad,
el envejecimiento... No nos han enseñado a afrontar la frustración.
Al parecer, tenemos que ir dando saltos por la vida, con la sonrisa
en la boca, aunque nos hayan ocurrido situaciones desagradables que
hagan necesario pasar un duelo. Si uno acaba de divorciarse, es
normal tener pena y rabia por la decepción. A nadie le gusta pasar
por un fracaso matrimonial. Es normal llorar, es normal sentir un
vacío interno. Hemos de acostumbrarnos y adaptarnos a una nueva
vida. ¿La solución sería tomar antidepresivos para mitigar el
dolor? La tristeza forma parte de nuestro abanico de emociones.
Negarla es como negarnos a nosotros mismos. De la tristeza se
aprende, igual de que de cualquier otra emoción. Sentirla no es
agradable y huimos de ella, pero el prozac no nos solucionará el
problema de base. Habitualmente, nuestros familiares, amigos o ambos,
nos reconfortarán.
Caso aparte, es la depresión. Esa enfermedad es muy seria como para frivolizar sobre ella. Los enfermos lo pasan francamente mal y sufren mucho porque ven la vida como un túnel sin salida. En ese caso, la medicación es un arma muy eficaz junto con la ayuda psicológica, pero la palabra “depresión” se ha usado alegremente y valga lo contradictorio de la frase `para definir nuestra tristeza cuando la realidad no acontece como pretendíamos. “Estoy deprimido”- decimos- cuando realmente queremos decir“estoy triste”. Entonces, viene ése, o esa “perdonavidas” que intenta mejorar nuestro ánimo con un “no estés triste”, o un “pero mujer, no te preocupes por eso”, o “tranquila, hay cosas peores”, y tú, ahí, hecha polvo porque tu pareja te ha dejado por una compañera del gimnasio o porque tus vecinos ruidosos no te dejan dormir. Cinco minutos más tarde, tu animador personal te mira con esa sonrisa que le partirías la cara y te ofrece soluciones varias para dejar de estar triste o cabreada, mientras intentas evitar esa sensación de frustración, no aceptable en la sociedad de los antidepresivos. Pero no le partimos la cara. Nos limitamos a asentir y en el mejor de los casos a marcharnos lejos del pseudopsicólogo de andar por casa obviando sus comentarios infructuosos.
Caso aparte, es la depresión. Esa enfermedad es muy seria como para frivolizar sobre ella. Los enfermos lo pasan francamente mal y sufren mucho porque ven la vida como un túnel sin salida. En ese caso, la medicación es un arma muy eficaz junto con la ayuda psicológica, pero la palabra “depresión” se ha usado alegremente y valga lo contradictorio de la frase `para definir nuestra tristeza cuando la realidad no acontece como pretendíamos. “Estoy deprimido”- decimos- cuando realmente queremos decir“estoy triste”. Entonces, viene ése, o esa “perdonavidas” que intenta mejorar nuestro ánimo con un “no estés triste”, o un “pero mujer, no te preocupes por eso”, o “tranquila, hay cosas peores”, y tú, ahí, hecha polvo porque tu pareja te ha dejado por una compañera del gimnasio o porque tus vecinos ruidosos no te dejan dormir. Cinco minutos más tarde, tu animador personal te mira con esa sonrisa que le partirías la cara y te ofrece soluciones varias para dejar de estar triste o cabreada, mientras intentas evitar esa sensación de frustración, no aceptable en la sociedad de los antidepresivos. Pero no le partimos la cara. Nos limitamos a asentir y en el mejor de los casos a marcharnos lejos del pseudopsicólogo de andar por casa obviando sus comentarios infructuosos.
Si
alguna situación desfavorable nos ha causado desaliento, queremos
alejar la pena cuanto antes pero frecuentemente se nos olvida la
paciencia como remedio fundamental para mitigar nuestro dolor. Hay un
tiempo para curar un resfriado (aunque nos metamos para el cuerpo
todas las reservas farmacéuticas de frenadol). Hay un tiempo para
curar los reveses de la vida y aun así, algunos reveses no los cura
el tiempo; tendremos que aprender a vivir con ellos. En algunos
casos, dependiendo del revés y de nuestra respuesta, necesitaremos
ayuda médica, pero si sabemos encajar la derrota, además de
pañuelos para secar lágrimas, necesitaremos, sobre todo, tiempo
para asentar el poso del fracaso. Ya lo dice Sabina: “que el
destino es un maricón, sin decoro, te da champan y después
chinchón”. Deberemos aprender a beber chinchón cuando nos toque,
a golpe de llanto o de enfado hasta que nuestras heridas curen y
cicatricen. Si aprendemos a tolerar la frustración, beberemos
chinchón cuando nos toque, lloraremos, gritaremos y patalearemos,
cuando haga falta. Por favor, que nadie nos diga en ese caso
“olvídalo”, o “no estés triste”, porque precisamente nos
tocará eso: estar triste y no olvidar. Son nuestras vivencias y
aunque duelan, forma parte de nuestra biografía. No podemos olvidar
la muerte de nuestro perro o el dolor del desamor, o la sensación de
enfado cuando nos ponen una multa. Tenemos motivos para estar todo el
día enfadados o tristes; sólo hace falta poner el telediario, pero
eso no debería condicionarnos para mantener un humor enfurruñado
perpetuo. La tristeza o el enfado ha de ser puntual, lo justo para
proporcionarnos un aprendizaje. A la más mínima equivocación
cometida (somos humanos imperfectos), podemos hacer de la
irascibilidad un hábito y nos convertiremos en unos cascarrabias
insoportables con la susceptibilidad a flor de piel. Allá cada uno
con su carácter.
Yo
creo en la alegría y en el buen humor como motor de la vida. Si nos
reímos de nosotros mismos, evitaremos sufrimientos innecesarios, nos
ayudará a ser más humildes pero a la vez seremos más valiosos como
personas. Tenemos derecho a equivocarnos. Al fin y al cabo, la vida
es eso, un aprendizaje. Sabiendo encajar la tristeza, los desengaños,
la soledad, el miedo, el desamor, las frustraciones y en definitiva,
todas las emociones que nos hacen sufrir, sabremos reconocer lo
esencial de lo superfluo. Sabremos disfrutar de lo bello de la vida.
Sabremos reconocer sus carencias en su justa medida, sin
fluctuaciones importantes en nuestro equilibrio vital ¿Cuándo
ocurrirá esto? ¿Cuántas experiencias habremos de tener para llegar
a estos conocimientos? ¡Buena pregunta!
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